La iniciación de Firpo, Bazán y Postiglione en Hansen
coincidió con un acontecimiento que conmovió el ambiente tanguero. Les
tocó poner el básico ingrediente musical cuando se sacaron chispas allí
“el Pardo” Santillán, de Palermo, y “El Cachafaz”, del Abasto, en un
famoso reto de bailarines. Santillán era el crédito coreográfico del
tango en Hansen. Y, virtualmente, de todo el extenso perímetro
palermitano que alcanzaba casi hasta el linde con La Recoleta,
comprendiendo los terrenos de la hoy demolida Penitenciería Nacional.
Turbios sitios éstos, donde “los malos” estaban orgullosos de su
bailarín mentado y decían que “en cuantito Santillán hacía un corte por
el Norte, ya se corría la voz por el Sur”…
“El Cachafaz” (Benito Bianquet, en sus papeles)
llegaba a Palermo desde el salón A.B.C., de la barriada del Abasto,
centro de sus azañas, que ya se extendían hacia los cuatro puntos
cardinales de “la milonga”. Su estampa erguida y magra no alcanzaba a
afearse con el rastro de picaduras de viruela del rostro. La elegancia
innata de sus movimientos danzantes tenía solución de continuidad en
raptos de diablescos centelleos de sus pies, abotinados en negra
cabritilla charolada con caña de gamuza gris y taco militar.
“El Cachafaz” se presentó esa noche en Palermo sin
compañera. Como de costumbre, iba a su zaga un amigo fiel y de acción,
conocido por “El Paisanito”. Santillán, que estaba en una mesa rodeado
de amigos, los vio entrar como a sapos de otro pozo. Pasó un rato. Los
tangos se sucedían. De repente, el pardo se levantó y salió a bailar con
su compañera. “El Cachafaz”, quieto y mudo hasta esa oportunidad, echó
una mirada a su alrededor y vio una mujer solitaria. Le hizo una seña.
La mujer asintió con la cabeza y se vino hacia él. Prendidos para el
tango salieron a seguir el curso rodante de las parejas. Hubo entre
éstas como una voz de orden, inaudible, que las hizo irse eliminando de
la pista, hasta dejar solas a las dos de la topada.
En la cancha se ven los gallos. Ardió Troya en las
tablas del piso de Hansen. A una "corrida" afiligranada del pardo,
contestaba “El Cachafaz” con figuras imaginadas y resueltas “sobre el
pucho” y transmitidas a la asimilación espontánea de la desconocida
compañera. Superado una y otra vez, el pardo Santillán perdió terreno.
¡Realmente más que un bailarín era un mago “El Cachafaz”! De sus
“cortes” danzantes se ha prolongado una fama legendaria, parecida a la
del “visteo” peleador de Juan Moreira.
Hubo intención de gresca, de parte de los adeptos
de Santillán. “El Paisanito” saltó al ruedo pelando el “fiyingo”, ese
cuchillo de hoja estrecha y muy filosa que aquellos “guapos” calzaban
bajo la axila izquierda, en la abertura del chaleco. No era el vano
intento de corajear contra tantos. “El Paisanito” remató la temeraria
acción con otra no menos espectacular. Tiró de punta el “fiyingo” al
piso, clavándolo tenso, y le gritó a su amigo:
-¡Dales el dulce!
“El Cachafaz” lo dio. Si el negro milonguero
montevideano –según Rossi- parecía danzar “sobre la cubierta de un barco
navegando en mar picada”, imaginemos a “El Cachafaz” como el propio
barco metafórico en u oleaje de remolinos, zarandeando a babor y
estribor las posturas de su compañera. Embudo del fantástico remolino
era el cuchillo clavado en el piso y, pegados al mismo, los pies de “El
Cachafaz” multiplicando cien arreviques electrizantes, “afeitando” los
bajos del pantalón en el filoso acero.
Este suceso levantó al tope la nombradía de “El
Cachafaz” y empañó la del “pardo”. Porque en esa ocasión la voz “que
corrió del Norte al Sur -¡y viceversa!- dio cuatro razones aplastantes:
-El “Cacha” les ganó con tango, con faca, sin compañera… y sin barra.
Y el bailarín del Abasto fue epónimo de un tango que en su homenaje compuso Aróztegui, el de "El apache argentino".
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